miércoles, 14 de abril de 2010

Ir a cenar a un japonés

No sé por qué siempre que paseo por mi barrio veo a perrofláuticos, hippies encadenados, ideólogos de las más diversas causas vestidos con pijamas (salvemos la lechuga Mediterránea, alimentemos a nuestros gatos con una dieta baja en colesterol) y veo poco glamour.
Pero ayer fui a una de las mecas declaradas del glamour, el archiconocido japonés de la calle Verdi, y pude ver algo más de estilo.
Gente alegre, gritando, como ni no existiera el mañana ni el despertador, moviendo sus estremidades con grandes maniobras, mostrando relojes de plástico y zapatillas de coleccionista.
Fue todo un ejercicio visual, pero al fin y al cabo me dejó bastante indiferente (¿será que me he inmunizado contra cierta tontería visual? Puede ser).
A un estupendo de la mesa de al lado se le cayó la cerveza y me duchó un poco. Él y su ego tardaron 2 minutos en disculparse, primero era solucionar el cristo que tenía montado en la mesa y hacer bromitas con el amigo gafapastil. Con una conversación digna de un niño de 3 años se interesó por mi ducha de cebada. Dije que todo bien, la familia también.
Con este pequeño episodio vengo a decir que detrás de estos oropeles, se esconden los famosos arquetipos de tímidos e irracionales, bloqueos emocionales y poco más. A ver cuando alguien me ducha con una jarra de vino y me suelta un pareado. ¡Juro por Dios que lo agradeceré! No sé si habñeis entendido algo. Prometo que lo he intentado.

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